La puerta de la prisión
La escuela de mis hijos tiene una reja metálica con barrotes, y a veces les gusta fingir que están en la cárcel...prisioneros atrapados en la escuela para siempre. Yo juego con ellos un rato, entro en el personaje, hasta que les digo: “Ok, ok… den tres pasos a la izquierda y salgan por la puerta.” Ellos se quejan, arrastran los pies, y al final caminan hasta el carro.
La verdad es que creo que nunca dejamos de jugar a eso. No del todo. La mayoría, en algún momento, construimos nuestras propias prisiones imaginarias. Yo incluida.
Hace un tiempo, un amigo me contó que quería irse a Suecia para estudiar una maestría y vivir cerca de su hermana. “Pero es un sueño imposible,” me dijo. Le pregunté por qué. No tenía hijos, ni pareja, ni casa que lo atara. Hablaba inglés perfectamente, y su hermana ya vivía allá, lista para ayudarlo. “Es que hace falta dinero,” me dijo. “Y no encuentro trabajo en lo que estudié.”
A mí me pareció una excusa pobre. Las solicitudes para una maestría toman casi un año. No necesitaba un trabajo ideal—solo alguno mientras tanto. “Creo que en la cafetería están contratando,” le sugerí.
Puso cara de horror. “No podría hacer eso. ¿Y si entra alguien de la universidad y me ve sirviendo café? ¿Qué pensaría?”
Le dije: “¿Y qué importa? Estarías avanzando hacia lo que quieres. La alternativa es quedarte estancado y resentido porque las cosas no salieron como esperabas.”
Hasta donde sé, eligió la alternativa.
En su caso, los barrotes que tenía al frente eran de azúcar. Solo necesitaba lanzarles un poco de agua… y se habrían derretido.
Me sentí frustrada. No porque cambiar de vida sea fácil, sino porque él tenía tanta libertad y no podía verla. Yo ya he cambiado de país antes. Sé que se necesita coraje, esfuerzo y humildad. Pero él no tenía ninguna responsabilidad. Ninguna. Yo, en cambio, tengo hijos. Si yo decidiera irme a Suecia a estudiar, simplemente no podría. No por ahora.
Y sin embargo, me di cuenta de algo: Todos tenemos algún tipo de barrotes frente a nosotros.
Los míos no son de azúcar. Pero tampoco tengo que fingir que estoy atrapada.
No tengo que ser una prisionera… a menos que yo lo elija.
A veces solo necesitamos mirar a nuestro alrededor, ver dónde está la puerta, y dar tres pasos a la izquierda.
Hasta la próxima.
Comments
Post a Comment