Un Regalito: Ecos
Un regalo pequeño para ti.
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El viento aullaba como una viuda que gime a través de las rendijas de madera de la cabaña. Lyr observaba las llamas danzar en el hogar mientras se acercaba un poco más para sentir su calor. Ningún alma había pasado en meses. El temprano invierno había bloqueado el camino desde el pueblo, dejándolo completamente solo con sus pensamientos. El hambre le ardía en las entrañas.
—Duerme —se susurró—. Mañana buscaré más comida.
El reflejo del sol contra la nieve era cegador. Cada crujido de sus botas lo delataba en el bosque. Lyr maldijo aquel sonido, aunque el rugido de su estómago podría haber provocado una avalancha. Al ver que esperar no le traía suerte, se acercó al arroyo helado.
Thwak. Su hacha mordió el hielo. Thwak. Golpeó de nuevo. Al alzar el brazo para otro golpe, se detuvo: el aliento se le atascó en el pecho.
En el reflejo había una mujer. El cabello negro le caía salvaje sobre los hombros, sus pechos desnudos imperturbables ante el frío que mordía las manos de Lyr. Su rostro estaba sereno, sabio.
Parpadeó… y ella había desaparecido.
El recuerdo titiló en él durante días, sin saber si había sido un sueño, un pensamiento o la realidad.
Pronto el sol ablandó la tierra y el musgo se extendió sobre las piedras. Era tiempo de sembrar.
Lyr preparó su bolsa para la caminata de dos días hasta el pueblo en busca de semillas. Las colinas se sucedían unas a otras como olas del mar. Tras unas horas, descansó bajo un árbol cargado de brotes nuevos. La hierba alta rozaba sus brazos cuando cerró los ojos.
El viento hacía música entre las hojas.
—Llllllyyyyyyrrrrrr…
Sus ojos se abrieron de golpe.
—Llllllyyyyyyrrrrrr…
La voz de una mujer—inequívoca—entrelazada en el viento. Miró en todas direcciones, pero no había nadie. Aun así, sentía el peso de una mirada invisible sobre él.
Esa noche, la luna iluminaba el bosque como si fuera de día, todo teñido de azul. Los árboles se mecían, las sombras ondulaban… y de esas sombras, apareció ella. La mujer.
—Lyr —lo llamó, con una voz de cristal.
Su piel pálida brillaba, radiante a la luz de la luna. Lyr deseó más que nada tocarla. Ella se acercó, rozando su rostro con sus dedos delgados. Una oleada de calma y fuego lo recorrió. Estudió sus facciones como si quisiera grabarlas en la memoria, y la cabeza de Lyr giraba bajo su mirada.
Entonces sus labios se encontraron. Toda contención desapareció. Sus manos buscaron su cintura, luego sus pechos. Ella se inclinó hacia él, su hambre encontrando la suya.
—Te he estado esperando —susurró—. Para esta noche.
Su trance se quebró. —¿Quién eres? ¿Por qué esta noche?
—Ya lo verás.
Su boca calló toda pregunta. Prenda por prenda, le fue quitando la ropa hasta que solo el aliento los separaba. Él cubrió sus pechos con las manos, besó su piel, y ella se arqueó de placer, atrayéndolo más y más… hasta que no hubo nada entre los dos.
Esa noche fue como un sueño más real que la vida. Cayó en el sueño más dulce y exhausto, con la mujer en sus brazos y su rostro apoyado en su pecho. Pero al alzarse el sol y desvanecerse la luna, también ella se deshizo en la luz.
Lyr buscó en el bosque, desesperado, pero no quedaba rastro alguno.
Pasaron los días. Ella lo perseguía en sueños, su sombra en la luz del fuego, su voz como eco lejano en las montañas.
Un mes después, bajo otra luna llena, fue hasta un claro. Las nubes velaban el cielo. El pecho se le hundió: tal vez todo había sido locura. Cerró los ojos.
Entonces, las nubes se apartaron.
Y allí estaba ella. Sonriendo.
—Lyr.
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Hasta la próxima.
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